lunes, 28 de octubre de 2013

EL TERRIBLE CANTO DEL TENOR

"¿Qué se puede hacer sin oxígeno?"- dijo. Se miraba al espejo, pudo verse amoratado, cianótico, parecía morir, empezaba a convulsionar y toda una vida en imágenes desordenadas se agolpaban en el minúsculo tiempo que parecía quedarle. 

Pablo Stormos nació para el mundo de la escena operística a los 19 años. Entonces no eran necesarias tantas pruebas para demostrar que su voz se comportaba como una hoja de acanto infinita, capaz de rasgar esa sensibilidad pétrea de quienes apenas la muestran por confusiones emocionales o educativas. Hasta los hombres más viriles habían roto, en más de una ocasión, su fortaleza interna ante los falsetes sostenidos  de cabeza o la ejecución de arpegios de belleza única por la voz de tenor lírico. Y lo más extraño, es que su técnica la aprendió siendo panadero, con su hermano, y como los genios: cantando de oído. El timbre que un día hiciera derramar lágrimas de reyes se forjó entre harinas de calidad escasa, olor a pan recién horneado y masa agria que deshacer: en tiempos en los que su apellido era tan común como su rostro, su ropa o sus ademanes de hombre sencillo. Cambiar García por Stormos no lo asimiló hasta el medio siglo. Le parecía una ofensa a su padre, a su familia directa,  un juguete del destino que sí le permitiría tener esa doble vida de artista, sólo importante para un sector muy restringido; una doble vida  que él  necesitaba para convivir con los suyos siempre que podía. 

Dejó que le embistiera una nube de olvido. Así, de pronto, y sus ojos querían encontrar la mirada perdida del espejo iluminado por una docena de bombillas.

--¿Cómo es posible que me pare a contar las bombillas que me alumbran como velas mortuorias?- Se preguntó Pablo sin articular un solo sonido. Esa tarde ya había vivido la misma sensación cuando maquillaba su rostro y la misma barra de maquillaje, aunque mucho más pequeña, le recordó las  de manteca o mantequilla que deshacía  con fiereza  y pulcritud extrema mientras amasaba cientos de bollos, croissants, hojaldres para las milhojas y cuantos encargos hacían las casas particulares, mesones y restaurantes más pudientes de su querida ciudad. Cómo, ataviado con un delantal con el que podía darse dos vueltas, y blanco inmaculado, comenzaba su faena al son de cualquier romanza ensayada durante la tarde en el conservatorio*. Las diez de la noche. Siempre fue ésa la hora en la que inició sus mejores trabajos y, sin duda, los años que pasó de pastelero, las doce siguientes fueron una especie de juego para él. En el momento en el que la juventud lo puede todo: 15 años, 16 años, 17 años; y su voz mejoraba igual que sus magdalenas y panes, sus tortas y sus vienas, sus bollos de mosto o las jaleadas milhojas y cuernos que tanta fama dieron a aquel horno-confitería de nombre cursi -Verdesse-  regentado por la viuda de Merino, una  mujer de voluntad inquebrantable, mano férrea, también corazón de oro, que convirtió aquellas estancias en uno de los más reconocidos hornos de la provincia. En  la época histórica en la que  una gran parte de la población amasaba y horneaba el pan que consumía, sus productos traspasaban en fama las fronteras del reino y hasta llegó: la fama -nunca hubo certeza de que lo hicieran los productos- a París, al menos, eso es lo que sabiamente escribió en la puerta del establecimiento para dar un empujón a las ventas. El obrador era amplio, ordenado, limpio, repleto de cachivaches de cobre, latón, madera, hombres de espaldas fuertes, manos pétreas y jóvenes mujeres de delicada, pero rellena figura, que exhalaban en cada respiración salud y simpatía. Algo que no hacía, sin embargo, doña Inocencia, eternamente ataviada con una bata negra, cubierta después con impoluto delantal blanco de puntillas de balencién encañonadas con el que paseaba su oronda figura por cada metro cuadrado del obrador.  Alguna vez, palideciendo por  ahogos, pequeñas asfixias, ocasionadas por un proceso asmático de su trato, a lo largo de 40 años, con las harinas del recinto y la horripilante -decía ella- canela a la que se empeñaba en ser alérgica. Los sofocos de la edad, hacía años que los había pasado aunque nadie era capaz de echarle una cantidad concreta. Los mejunjes de su abuela -y muy probablemente su naturaleza fuerte- habían ayudado mucho a su conserva en formol, ayudada también por unos kilos que redondeaban sus rasgos y tersaban su tez. La señora Inocencia lamentaba su viudez desde hacía 15 años, y lejos de convertirse en un alma en pena o buscar consuelo en otro matrimonio, a pesar de no tener hijos, supo hacer de su profesión una muy digna con la que consiguió el respeto de sus comadres de iglesia. Algunas de las grandes señoras que visitaban con frecuencia su tienda para hacer pedidos o degustar, a escondidas de los demás o con sus hijos, algún dulce de los que se mostraban en las docenas de bandejas -que se reponían con frecuencia y rapidez extrema viernes, sábados y domingos, también fiestas de guardar- mantenían con ella una relación de extraña igualdad. Realmente, sus dulces invitaban a ser comidos por el esmero que siempre cultivó en las presentaciones. Día a día, todo tenía que estar en su lugar, no dejar nunca piezas con azúcar glass humedecido por la intemperie, o por la cámara en la que se guardaban de noche. Puntualmente, a la mañana siguiente, se recubrían de azúcar o de coco, de cacao en polvo o se refrescaba la crema con algún pincel mojado en mermelada diluida en agua, también logró un sistema novedoso para poder aprovechar aquellos que no tuvieron salida -y no desaparecían entre las inmensas bocas, muy amaestradas por la costumbre y el hambre, de los pasteleros, panaderos o las mismas vendedoras y ayudantes de cocina que adquirían una habilidad especial para engullir de un bocado cualquier pieza de tamaño mediano, sin dejar que se notara una sola mueca en su rostro o  escapara el mínimo sonido mientras cual culebras engullían su pieza-. Las tartas borrachas y los pasteles de andas (algo parecido a los pudding ingleses que doña Inocencia había bautizado con ese nombre por ser ésa la palabra clave con la que selecionaba el género y reconvertía en nuevas creaciones de segunda mano. Entonces dos pasteleros especializados  se convertían en depositarios de todos aquellos dulces que no habían tenido venta y que sin embargo salían con rapidez hacia hoteles de cierta importancia o cafeterías de la ciudad, como si estuvieran recién salidos del horno y con un aspecto que mejoraba siempre los originales. Doña Inocencia sólo indicaba a quien fuera el pastel, decía su nombre y "anda" una o dos veces, según las prisas. Un baño maría y un calado de almimbar con alguna esencia fuerte conseguía borrar cualquier recuerdo de las magdalenas más secas, los bizcochos más viejos. La señora Inocencia sabía que un negocio se hace con ahorro, y no le salió mal porque antes de morir su cuenta corriente rebosaba dinero, un dinero que no supo a quien dejar hasta los últimos días de su longeva existencia; sus inversiones en pisos de renta le valieron para amasar, como bien supo siempre hacer, una fortuna. Ella era quien enseñaba a cada nuevo trabajador del horno, fuera cual fuera su dedicación. Entrada en años y  en carnes tuvo que obligarse a dejar de hacerlo porque sus fuerzas le habían abandonado un poco antes, aún así siempre daba los últimos toques, como ella decía: añir la masa. En las dos mesas de trabajo no se paraba de cortar y pesar, noche tras noche y ése era el oficio que mejor hacía Pablo con algún canturreo que tuvo que suspender, en más de una ocasión, ante las quejas de los vecinos, más que por el canto, por el alboroto que se formaba; otros, sin embargo, bajaban al obrador a pedir cualquier cosa, hasta churros, en un día de diario y por la puerta de trabajo con la intención de escuchar, de cerca, aquella voz envolvente que endulzaba  las calurosas noches de verano en una ciudad aún fresca por la ausencia de cemento, y húmeda bajo el abrigo de grandes árboles que poblaban la tierra como viejos testigos de antiguas  gestas contadas de madres a hijos y de abuelas a nietos. Entonces sí se respiraba bien, entre olores de jazminero y galán de noche, también alguna venida de aromático estiércol de la huerta; aún así, se respiraba bien.


miércoles, 16 de octubre de 2013

LA RADIO PIRENAICA Y LAS PALIZAS DE LA GUARDIA CIVIL

-- ¡Muchacho baja la radio, por Dios!-- gritaba Gregoria a su marido mientras cerraba puertas y ventanas. --¡No te das cuenta de que te van a oír los vecinos, o pasar alguién..! ¡qué poco conocimiento tienes! Ya no te acuerdas de lo que han hecho contigo y con tu hijo... Baja esa radio ahora mismo, ¡que no la oiga ni yo siquiera!-- Ésa era la forma de suplicarle al Castaño que terminara con el desasosiego que le producía escuchar aquellas emisiones prohibidas por el régimen franquista y que le recordaban los días en los que su hijo llegaba pasmado, blanco, sin sangre, del cuartel de la guardia civil de Torreagüera. Enmudecido y sin sus habituales sonrisas. Pasaba días y días sumido en un mutismo disimulado pero renovado cada vez que veía alguna de las heridas de su padre curadas con árnica o con los ungüentos que le daba la tía Josefa. Las costillas rotas, los moratones en la espalda, las heridas en cejas y labios tardaban meses en curar; entre tanto Gregoria buscaba la mejor manera de no hacerle daño en los moratones, primero rojo cardenal, luego amarillos o azules, y finalmente en un pálido naranja que iba desapareciendo de la piel; sin embargo, la salud psíquica no revertía con tanta facilidad: en Castaño duraba meses, en el niño quedó maltrecha para siempre.




Castaño pasaba horas pegado a la radio intentando conocer las noticias no controladas por el régimen franquista y comentándolas con poco éxito entre sus hijos y familia. No se atrevía a hacerlo con ningún vecino que no fuera el tío Antonio, solo de cuando y cuando, y si se encontraban a buen recaudo porque la sordera de éste último le obligaba a levantar la voz más de lo normal; además, el tío Antonio tampoco era un hombre al que le interesara la política. Castaño se enzarzaba siempre en un montón de ideas que nadie comprendía, informaciones que él sí sabía pero que eran, por una parte, difíciles de explicar; tampoco su cultura le permitía entender todo lo que se decía en esas emisoras, y a lo sumo, repicaba algunos titulares que le llamaban especialmente la atención. En cualquier caso la Radio era su compañera habitual. Y gracias a ella su forma de ver el mundo fue cambiando algo. No le sirvió, desde luego, para mejorar su educación pero sí su cultura. Aún seguía repartiendo lastre a diestra y siniestra entre sus hijos en cuanto se deslizaran un milímetro de lo establecido como normas de conducta en la casa o simplemente llegara con vino de más. Gregoria, tampoco se quedaba atrás, pero era lo que siempre vieron entre todos los que le rodeaban y lo que vivieron en su propia niñez. Aún Gregoria, replicaba siempre que tenía la oportunidad, que a ella jamás tuvieron que darle una bofetada. Castaño era otra cosa, sobre todo si mediaban unos chatos  por medio. Entonces podían ocurrir dos cosas o que durmiera la mona o se enzarzara en una de esas peleas -que asustaban al vecindario- con su mujer y sus hijos, terminara echando a todos a la calle y, cobijados en la casa de la tía Josefa, como de costumbre, en jergones de paja improvisados en medio del salón, entre sollozos de todos y algún ataque de nervios de Gregoría, dormía su mona. La función mediadora de la tía Josefa era la única capaz de hacerle entrar en razón y volver a admitirlos , siempre con miedo en el cuerpo.