Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. Antonio Escolar
No negaría nunca que alguna lágrima cayó en el agua de arroz metódicamente preparada cada siesta por ella, la tía Josefa, con parsimonioso ritmo entre embestida y porrazo machacando un arroz seco mezclado después con agua fresca de lluvia. Entre golpe y golpe de aquella mano de cobre al almirez de su madre o su abuela (nunca nos lo supo decir), la tía Josefa recordaba los días en que amamantaba al hijo a quien ahora preparaba una medicina refresco con el que paliar su próxima y dolorosa muerte. Como una cortina de mil velos descubría, uno tras otro, recuerdos que le embargaban de alegría o le mortificaban en la más aciaga desesperación. Enlutada de por vida desde que era una niña, como fue costumbre, no concebía teñir de negro su ropa de medio luto otra vez, después de enterrar a su marido un año antes y llorar, próximamente, de por vida, la muerte de su primer hijo: hijo de sus entrañas que tanto había mimado hasta los últimos momentos por culpa de un destino cebado en hacerle la vida ingrata y desapacible. La tía Josefa empezaba a las cuatro de la tarde ese ritual lento, y para ella ineludible, de machacar el arroz bomba que le traían de la huerta, sin refinar, sin tratar químicamente, y conseguir con ello hacerle pasar a su hijo unos minutos, sólo unos minutos de tranquilidad, en un tracto digestivo completamente podrido por no se sabe qué enfermedad. A ella le decían que era un cáncer pero nunca entendió bien su significado. En 1978 la tía Josefa, seguía siendo analfabeta, con 73 años, seis hijos y matriarca, casi cabeza de familia de una caterva de nietos con problemas, unos más que otros, pero todos apegados a sus faldas de abuela "llueca". Un año antes se había cortado el moño, por segunda vez, la primera fue en los años cuarenta y tuvo que soportar a su segundo hijo berrear tras ella durante más de una semana rogando, balbuceando y gritando como un energúmeno que se lo pegara, que no soportaba verla sin él. Ahora se parecía menos a esa actriz de Hollywood, nacida el mismo año, 1905, y que tanto le gustaba ver en televisión porque la tía Josefa no fue casi nunca al cine. Salvo los cinco o seis kilos de más que le habían aportado los seis embarazos, realmente, se traía un aire -como decían en el pueblo- a la Hepburn. El motivo esencial de cortar su melena era que la artrosis, el reuma o lo que fuera no le dejaba subir los brazos para hacerse el moño cada mañana o deshacerlo en una trenza cada noche. Peinar la melena de casi un metro, tampoco tenía sentido si su Antonio, su chico, ya no estaba para mesarla o piropearla y decirle que era más guapa que "La Chelito" y todas esas zalamerías que le repetía constantemente a solas, nunca en compañía de cualquiera de sus hijos; en privado su adoración por la que fue su compañera más de cincuenta años se convertía en una especie de cuento de hadas hecho realidad, a intermitencias, porque las peleas y discusiones venían tan seguidas como los besos con sabor a tabaco y deseo en noches de pasión mucho más furtivas que cuando eran unos zagalones. La mámá Josefa, para todos los nietos, era de las que decía que la mano izquierda no debe saber qué hace la derecha y siguió esa filosofía toda la vida con suerte dispar porque creó verdaderos monstruos creyentes en ser los merecedores de todas sus atenciones, monstruos que hicieron y deshicieron con su venia todo tipo de desmanes contra los demás: demasiadas cabezas pensantes y demasiados poderes en una familia poco unida, llena de disensiones y desprecio a todos, completamente dispuestos a luchar por sus propios intereses contra los de sus hermanos, hermanas, sobrinos, primos, madres o padres... pero eso venía de muy lejos: esa educación tan poco selecta apareció en la familia el mismo día que el hermano mayor de la tía Josefa abofeteó a su padre ante la concurrencia de un bar repleto de viejos perplejos ante un chato de vino y tras su muerte denunció a la viuda, su madre, y hermana mayor por no repartir y quedarse la herencia que según él, "El Minas", no les correspondía; o tal vez vino antaño, en el momento en el que el padre de la tía Josefa ingresó en prisión, quinceañero, tras matar de una pedrada a un vecino que maltrataba con verdadera violencia a su madre y ella en pago por aquella hazaña le desheredó de todo cuanto le pertenecía por parte de su familia, trasladándolo a los hijos habidos en un segundo matrimonio, no la de su padre, que era de valor considerable, una vez que llegó de cumplir una condena no merecida y ser indultado ante la insistencia del pueblo que firmó para que lo liberaran en más de una ocasión. Con 24 años ya era casi un viejo, enfermo de los huesos, que pudo tener ocho hijos con una viuda fortachona, que unía un varón más de su primer matrimonio a la familia; mujer amable, a veces despreocupada y capaz de amamantar a sus hijos y a sus nietos a un mismo tiempo, igual que su hija, la tía Josefa, que daba el pecho a su hermana pequeña, Amparo, y a Pepe, el mismo que recibía de manos de su madre, ahora, cincuenta y siete años después, un agua de arroz con la que disimular los dolores que las inyecciones de morfina paliaban parcialmente.
Ayes a lo largo las veinticuatro horas del mes de julio, mucho más seguidos a finales y vedados, mitigados por la compostura, silenciados por el miedo a generar más dolor en los suyos según se acercaba la fecha fatídica en la que no harían falta mas cuidados, más paliativos, más agua de arroz, ni toallas bendecidas por un caradura que cobraba doce mil pesetas por visita ante la insistencia de una mujer boba, la suya, que pretendía curarle con unos padrenuestros y alguna palabra de ánimo de un tipo que se enriqueció a base de dolor ajeno y billetes dejados con sigilo entre las manos de un santo desconocido que sólo servía de alcancía con la que engrosar un patrimonio después dilapidado en timbas de cartas o en algunas propiedades finalmente perdidas, igual que su honor, su honradez y su vergüenza. La mujer boba fue la principal impositora de esa pérdida de dinero, un dinero que no era suyo y que salía de la paga de Cáritas de su suegra -la del agua de arroz-, de la mano firme para las inyecciones de su cuñada, Fina, la hija menor de la tía Josefa, y enemiga acérrima de ese tipo de falsas soluciones y de su propio hijo quien vio todo el proceso con la angustia de alguien que observa, calla e interioriza todo el dolor vivido en aquella casa levantada a base de sudores, a base de esfuerzo y algún dinero traído de Suiza, unido a la venta de cochinos que criaba Pepe, incluso algún resto encontrado en los escondites creados para ocultar los cuatro cuartos de los portes hechos con un motocarro viejo y destartalado que le sirvió durante muchos años para transportar todo tipo de cosas, lo más abundante: sus cábalas y sus proyectos, acercar a su hermana y sus sobrinos a la estación de tren y traer toneladas de hierba para los animales de crianza. Algo que ya no podía hacer desde que le operaran de almorranas y que no volvería a tener siquiera "in mente" entre tanto callaba los ayes que salían de sus entrañas y que se transformaban en quejidos aliviados por una retorcida pirueta de su cuerpo esquelético, irreconocible para él mismo.
La tía Josefa dormía vestida, igual que su hija menor. Cada cuatro horas los gritos se intensificaban, y ni las piruetas y la mordida de labios eran capaces de callarlos; entonces, la morfina aliviaba durante unos minutos la voracidad de ese monstruo que carcomía sus entrañas y las sacaba fuera en forma de coágulos de sangre. Desde luego no era comida lo deglutado o vomitado. El agua se la administraban con una gasa y según pasaban los días era menos capaz de sorberla o tragar ese reconfortante agua de arroz que con una pajita podía ingerir mínimamente a media tarde. El calor sofocante de julio fue decisivo y en la esquina de la casa de enfrente la casa de la tía Josefa se escuchaba con atención cualquier mínimo movimiento del enfermo, cualquier cambio de postura en una cama cambiada hasta cinco veces diarias para refrescar la ropa y al enfermo tanto como pudieran. Los hermanos vinieron poco, acudieron más las hermanas, pero estuvieron pendientes siempre de los acontecimientos si bien la amistad con su hermano mayor había quedado cercenada con un golpe seco y tremebundo el día que el tío Antonio decidió vender la tierra a sus hijos menores y no cedérsela a él, como siempre esperó, para hacerse un cebadero. Lo que le hicieron después de muerto fue peor pero de eso ya no supo nada, ni siquiera respetaron sus promesas, aunque si hubiera tenido que pedir cuentas sólo lo hubiera hecho a su hija para preguntarle por qué no lo visitaba, por qué no iba a verlo sabiendo que eran sus últimos días, sabiendo que parte de su enfermedad venía de los esfuerzos físicos realizados para pagar su ajuar, pagar los caprichos con los que vistió su casa de lujo entonces. Su ojito derecho, su niña querida le falló tanto como después lo hizo a toda la familia el día que vino a zarandear a su abuela, intentar pegar a una anciana que sólo supo decirle: "Tú tienes tres hijas, mira si eres capaz de cortarle a cualquiera la cabeza, como propones".
No negaría nunca que alguna lágrima cayó en el agua de arroz metódicamente preparada cada siesta por ella, la tía Josefa, con parsimonioso ritmo entre embestida y porrazo machacando un arroz seco mezclado después con agua fresca de lluvia. Entre golpe y golpe de aquella mano de cobre al almirez de su madre o su abuela (nunca nos lo supo decir), la tía Josefa recordaba los días en que amamantaba al hijo a quien ahora preparaba una medicina refresco con el que paliar su próxima y dolorosa muerte. Como una cortina de mil velos descubría, uno tras otro, recuerdos que le embargaban de alegría o le mortificaban en la más aciaga desesperación. Enlutada de por vida desde que era una niña, como fue costumbre, no concebía teñir de negro su ropa de medio luto otra vez, después de enterrar a su marido un año antes y llorar, próximamente, de por vida, la muerte de su primer hijo: hijo de sus entrañas que tanto había mimado hasta los últimos momentos por culpa de un destino cebado en hacerle la vida ingrata y desapacible. La tía Josefa empezaba a las cuatro de la tarde ese ritual lento, y para ella ineludible, de machacar el arroz bomba que le traían de la huerta, sin refinar, sin tratar químicamente, y conseguir con ello hacerle pasar a su hijo unos minutos, sólo unos minutos de tranquilidad, en un tracto digestivo completamente podrido por no se sabe qué enfermedad. A ella le decían que era un cáncer pero nunca entendió bien su significado. En 1978 la tía Josefa, seguía siendo analfabeta, con 73 años, seis hijos y matriarca, casi cabeza de familia de una caterva de nietos con problemas, unos más que otros, pero todos apegados a sus faldas de abuela "llueca". Un año antes se había cortado el moño, por segunda vez, la primera fue en los años cuarenta y tuvo que soportar a su segundo hijo berrear tras ella durante más de una semana rogando, balbuceando y gritando como un energúmeno que se lo pegara, que no soportaba verla sin él. Ahora se parecía menos a esa actriz de Hollywood, nacida el mismo año, 1905, y que tanto le gustaba ver en televisión porque la tía Josefa no fue casi nunca al cine. Salvo los cinco o seis kilos de más que le habían aportado los seis embarazos, realmente, se traía un aire -como decían en el pueblo- a la Hepburn. El motivo esencial de cortar su melena era que la artrosis, el reuma o lo que fuera no le dejaba subir los brazos para hacerse el moño cada mañana o deshacerlo en una trenza cada noche. Peinar la melena de casi un metro, tampoco tenía sentido si su Antonio, su chico, ya no estaba para mesarla o piropearla y decirle que era más guapa que "La Chelito" y todas esas zalamerías que le repetía constantemente a solas, nunca en compañía de cualquiera de sus hijos; en privado su adoración por la que fue su compañera más de cincuenta años se convertía en una especie de cuento de hadas hecho realidad, a intermitencias, porque las peleas y discusiones venían tan seguidas como los besos con sabor a tabaco y deseo en noches de pasión mucho más furtivas que cuando eran unos zagalones. La mámá Josefa, para todos los nietos, era de las que decía que la mano izquierda no debe saber qué hace la derecha y siguió esa filosofía toda la vida con suerte dispar porque creó verdaderos monstruos creyentes en ser los merecedores de todas sus atenciones, monstruos que hicieron y deshicieron con su venia todo tipo de desmanes contra los demás: demasiadas cabezas pensantes y demasiados poderes en una familia poco unida, llena de disensiones y desprecio a todos, completamente dispuestos a luchar por sus propios intereses contra los de sus hermanos, hermanas, sobrinos, primos, madres o padres... pero eso venía de muy lejos: esa educación tan poco selecta apareció en la familia el mismo día que el hermano mayor de la tía Josefa abofeteó a su padre ante la concurrencia de un bar repleto de viejos perplejos ante un chato de vino y tras su muerte denunció a la viuda, su madre, y hermana mayor por no repartir y quedarse la herencia que según él, "El Minas", no les correspondía; o tal vez vino antaño, en el momento en el que el padre de la tía Josefa ingresó en prisión, quinceañero, tras matar de una pedrada a un vecino que maltrataba con verdadera violencia a su madre y ella en pago por aquella hazaña le desheredó de todo cuanto le pertenecía por parte de su familia, trasladándolo a los hijos habidos en un segundo matrimonio, no la de su padre, que era de valor considerable, una vez que llegó de cumplir una condena no merecida y ser indultado ante la insistencia del pueblo que firmó para que lo liberaran en más de una ocasión. Con 24 años ya era casi un viejo, enfermo de los huesos, que pudo tener ocho hijos con una viuda fortachona, que unía un varón más de su primer matrimonio a la familia; mujer amable, a veces despreocupada y capaz de amamantar a sus hijos y a sus nietos a un mismo tiempo, igual que su hija, la tía Josefa, que daba el pecho a su hermana pequeña, Amparo, y a Pepe, el mismo que recibía de manos de su madre, ahora, cincuenta y siete años después, un agua de arroz con la que disimular los dolores que las inyecciones de morfina paliaban parcialmente.
Ayes a lo largo las veinticuatro horas del mes de julio, mucho más seguidos a finales y vedados, mitigados por la compostura, silenciados por el miedo a generar más dolor en los suyos según se acercaba la fecha fatídica en la que no harían falta mas cuidados, más paliativos, más agua de arroz, ni toallas bendecidas por un caradura que cobraba doce mil pesetas por visita ante la insistencia de una mujer boba, la suya, que pretendía curarle con unos padrenuestros y alguna palabra de ánimo de un tipo que se enriqueció a base de dolor ajeno y billetes dejados con sigilo entre las manos de un santo desconocido que sólo servía de alcancía con la que engrosar un patrimonio después dilapidado en timbas de cartas o en algunas propiedades finalmente perdidas, igual que su honor, su honradez y su vergüenza. La mujer boba fue la principal impositora de esa pérdida de dinero, un dinero que no era suyo y que salía de la paga de Cáritas de su suegra -la del agua de arroz-, de la mano firme para las inyecciones de su cuñada, Fina, la hija menor de la tía Josefa, y enemiga acérrima de ese tipo de falsas soluciones y de su propio hijo quien vio todo el proceso con la angustia de alguien que observa, calla e interioriza todo el dolor vivido en aquella casa levantada a base de sudores, a base de esfuerzo y algún dinero traído de Suiza, unido a la venta de cochinos que criaba Pepe, incluso algún resto encontrado en los escondites creados para ocultar los cuatro cuartos de los portes hechos con un motocarro viejo y destartalado que le sirvió durante muchos años para transportar todo tipo de cosas, lo más abundante: sus cábalas y sus proyectos, acercar a su hermana y sus sobrinos a la estación de tren y traer toneladas de hierba para los animales de crianza. Algo que ya no podía hacer desde que le operaran de almorranas y que no volvería a tener siquiera "in mente" entre tanto callaba los ayes que salían de sus entrañas y que se transformaban en quejidos aliviados por una retorcida pirueta de su cuerpo esquelético, irreconocible para él mismo.
La tía Josefa dormía vestida, igual que su hija menor. Cada cuatro horas los gritos se intensificaban, y ni las piruetas y la mordida de labios eran capaces de callarlos; entonces, la morfina aliviaba durante unos minutos la voracidad de ese monstruo que carcomía sus entrañas y las sacaba fuera en forma de coágulos de sangre. Desde luego no era comida lo deglutado o vomitado. El agua se la administraban con una gasa y según pasaban los días era menos capaz de sorberla o tragar ese reconfortante agua de arroz que con una pajita podía ingerir mínimamente a media tarde. El calor sofocante de julio fue decisivo y en la esquina de la casa de enfrente la casa de la tía Josefa se escuchaba con atención cualquier mínimo movimiento del enfermo, cualquier cambio de postura en una cama cambiada hasta cinco veces diarias para refrescar la ropa y al enfermo tanto como pudieran. Los hermanos vinieron poco, acudieron más las hermanas, pero estuvieron pendientes siempre de los acontecimientos si bien la amistad con su hermano mayor había quedado cercenada con un golpe seco y tremebundo el día que el tío Antonio decidió vender la tierra a sus hijos menores y no cedérsela a él, como siempre esperó, para hacerse un cebadero. Lo que le hicieron después de muerto fue peor pero de eso ya no supo nada, ni siquiera respetaron sus promesas, aunque si hubiera tenido que pedir cuentas sólo lo hubiera hecho a su hija para preguntarle por qué no lo visitaba, por qué no iba a verlo sabiendo que eran sus últimos días, sabiendo que parte de su enfermedad venía de los esfuerzos físicos realizados para pagar su ajuar, pagar los caprichos con los que vistió su casa de lujo entonces. Su ojito derecho, su niña querida le falló tanto como después lo hizo a toda la familia el día que vino a zarandear a su abuela, intentar pegar a una anciana que sólo supo decirle: "Tú tienes tres hijas, mira si eres capaz de cortarle a cualquiera la cabeza, como propones".
La tía Josefa se escondía para llorar. Lamentaba muchas cosas, una, que con insistencia venía a su cabeza, fue propiciar la separación de su hijo de una mujer, desconocida para la familia, que demostró su amor con creces una vez que su esposa, la boba, le dejó desamparado con un hijo y con la angustia de no saber bien qué hacer con él. Es cierto que el niño fue atendido: la tía pequeña lo cuidó como si fuera su muñeco y la abuela, la tía Josefa, como si fuera una madre, pero él, Pepe, José, como le llamaba la chica desconocida de Murcia, si lo estuvo. Perdido, asustado y enloquecido por la suerte que le llegó con aquella esposa que según el padre, "El Paisa", bromeando, era simiente de París, de allí la había traído: la simiente, porque la muchacha nació hermosa y blanca en un cuartucho mugriento a orillas de una carretera nacional y criada con ínfulas de princesa durante veinte años. El aspecto fue lo que enamoró a Pepe, no su conversación pesada, sí sus carnes blancas, tanto como sus dientes, duras, prietas y bien puestas en un cuerpo menudo pero armonioso. Una vez casado fue cuando se dio de bruces con el desaire, la idiotez y la poca energía que tenía su esposa, la poca ayuda que tendría el resto de su vida y lo peor de todo: el poco afecto maternal demostrado a su hijo en los momentos en los que más necesita un niño los cuidados de una madre. Su desmaña en la crianza era equivalente a su desprecio por todo lo que no fuera ella misma, hasta el punto de abandonarlos en pleno verano con la excusa de no encontrarse suficientemente saludable para hacer las faenas del hogar ineludibles, cambiar pañales y mantener su casa limpia ya que ella no trabajó nunca ni ayudó a su marido en las múltiples ocupaciones que tuvo que realizar para salir adelante: zapatero, ganadero, peón de albañil o cuanto hiciera falta para alimentar a su familia en un momento en el que las restricciones económicas aún eran muy severas. El día que la tía Josefa le vio aparecer con el niño en brazos, algo descuidado y ambos desaliñados, se dio cuenta de que aquello era grave, tanto como había previsto la primera vez que saludó a su nuera y la escrutó desenvolverse con excesiva soltura en una primera cita, mirando alrededor con desdén, haciendo mohínes con la nariz y arrugándola cuanto podía ante la vista de una casa pobre, limpia y repleta de recuerdos familiares que no fueron de su agrado. La aparición en los siguientes meses de aquella desconocida: bella, cariñosa y atenta con todos los miembros de la familia hizo saltar todas sus alertas, las de la tía Josefa, y considerar que aquello no era decente desde el punto de vista de cuanto a ella le habían inculcado como recto o digno. Una elección era para toda la vida, fuera cual fuera la suerte que te hubiera tocado. Claro que ella era una mujer suficientemente fuerte de carácter como para cambiarla, la suerte futura, con inteligencia, algo que su hijo no había heredado. Por ello no le resultó difícil hablar con aquella muchacha en la subida al santuario de la Fuensanta el mismo día que Pepe se la presentó atenazado por el miedo, abordarla con decisión y dar a conocer que su hijo estaba casado, mal casado, pero atado según la ley de entonces para siempre, y que ella merecía un futuro más honrado que el que le esperaría entre peleas con su esposa, futuras indecisiones del hijo y posibles desprecios de un nieto que no entendería, de mayor, que su madre no viviera en casa. Todos esos miedos abocaron a la tía Josefa a plantear ese devenir incierto a una chica engañada, no sabía hasta ese momento que Pepe estaba casado, contarle hilo por pábilo la historia de un hombre inconstante en el amor, un marido desesperado y equivocado que muy probablemente acabaría intentando rehacer su vida con una esposa no querida, pero esposa al fin y al cabo. Las lágrimas de la chica desconocida pesaron siempre a Josefa, la tía Josefa, la madre protectora y equivocada. El rostro de aquella chiquilla coherente, dispuesta y encantadora quedaría en la retina y la memoria de esta matriarca comprometida con unos valores caducos capaces de romper una historia de amor única. Ahora que maceraba el polvo de arroz con agua fría de lluvia sabía que su imposición fue la de un futuro doloroso para su primogénito, como el que había vivido su hijo a lo largo de casi treinta años de matrimonio con aquella mujer que repetía las cosas tres veces y era incapaz de cuidar a nadie que no fuera ella misma. Más de una vez el tío Antonio, que cabeza no tenía mucha pero sí era buen perceptor de cuanto pasaba a su alrededor le repitió: "Llora, Josefa, llora. Tú fuiste la culpable de que volviera con una mujer que no mereció nunca a nuestro hijo". Ahora, viuda, aquellas palabras le resonaban en la cabeza con una insistencia monótona que no entendía, tanto como los golpes secos de la mano del almirez machacando el arroz al que estaba a punto de añadirle el agua fría, colarlo después en una manga y ponerlo en el caldero de dentro del aljibe para que tuviera la temperatura idónea. Refrescar así el casi inexistente estómago de su hijo. Mientras sus lágrimas recorrían su rostro a escondidas, se decía a sí misma que ojalá todo fuera tan fácil como enfrentarse, igual que una vez hizo, a los mandos del ejercito republicano el día que vinieron a por su Pepe, un muchacho de 16 años recién cumplidos al que querían enviar al frente en los estertores de la guerra civil, cuando ya todo estaba perdido y el enemigo había hecho mella en todos los frentes terminando por infiltrarse en todas las ciudades aún republicanas del territorio español. Ese día, la tía Josefa, joven aún, vigorosa y llena de razones impidió que se lo llevaran poniendo su propia vida en peligro: "Tendréis que llevarme a mí" les gritó con el rostro descompuesto y tapando a su hijo con su propio cuerpo. Ese día, ella volvió a nacer y su hijo agotó todas las papeletas de suerte que alguna vez poseyó en vida.
El mes de julio llenaba el pueblo de emigrantes franceses, catalanes, incluso daneses: gente venida de vacaciones, rostros muy cambiados por la edad y por el bienestar adquirido en sus regiones de acogida. Después de nacer, odiar y echar de menos a la tierra que siempre se comportó como una madrastra con ellos, volvían cada verano con el pensamiento de poder quedarse, sensación y deseo que solo duraba un par de días. Las hermanas de la tía Josefa tuvieron que emigrar, no a Francia, algo más cerca, a Barcelona. Allí vivían, y Amparo no podía dejar de venir a ver a quien fue su hermano de leche. Siempre aprovechaba Julio para cargar un seat 127 de regalos de todo tipo y volver abrazar a su Josefa y a los sobrinos con quienes había crecido. Como mujer de humor único era capaz de hacer reír hasta al moribundo mientras encogía su corazón de no se sabe qué manera para no romperse en un momento tan doloroso para toda la familia. Hasta pudo sacarle una sonrisa, mientras la abrazaba como si fuera una muñeca a la que pudiera levantar en peso a quien consideraba su hermana y su madre a un tiempo. Se daba cuenta de que los años se le echaban encima, y cómo sus fuerzas estaban siempre a prueba: el destino había decidido que así fuera. Recordó la imagen de su mamá Josefa el día que tuvo que decir a su cuñada "La Pepelina" que se preparara para lo peor, que su hijo iba a morir de tétano (ella decía tuétano) después de clavarse una caña en la acequia bañándose con sus hermanos y con sus primos, así recordaba ella la muerte de su hijo Juan José por otros motivos, ese escozor en el corazón no lo eliminaba esa gracia que todos decían que tenía al poseer el mejor humor del mundo. Ese día, a ella, Amparo, y a su hermana, Josefa, se les echó el cansancio encima y no pudieron quitarlo de sí hasta tiempo después, como si aquella situación que estaba porvenir les cayera encima como un jarro de agua fría y les hiciera revivir los lamentos, sustos y suerte con sus hijos, los mismos que ahora sólo las "pamplineaban" para sacarle las cuatro perras que tenían en la caja de ahorros y que ellas no sabían negarles.
Machacar el arroz dio mucha memoria a la tía Josefa. A lo largo del verano y hora tras hora, como un rosario eterno, que no rezó casi nunca, venían recuerdos enfangados de dolor, de risas, de trabajo sin fatiga, horas de trabajo agotador y horas de responsabilidad: todas componían las 24 de su día. Incontables noches vio la Alborada, la Aurora, o cómo la llamaran, venir a su encuentro mientras zurcía pantalones y calcetines que sus hijos vestirían esa mañana y debían estar, cuanto menos decentes, viejos, recosidos, pero limpios y en orden. Que ella durmiera o no, nunca pareció importarle a nadie y lo peor de todo es que también debía dejarles el desayuno preparado a los demás antes de marcharse a su trabajo en la huerta, recogiendo lino, "alcaciles", uva o aquello que emergiera de la tierra en cada una de las temporadas que se sumaban añadiendo arrugas al rostro y canas a su pelo de actriz. Mientras vivió su madre, mamá Dolores, los trabajos de la casa y los animales, le fueron en cierta manera livianos. Dolores, aunque la edad la convirtió en una mujer algo desmemoriada, solía arreglar la casa, preparar el amasijo de las gallinas, moler la cebada tostada para el café de malta o preparar el puchero del mediodía o la noche. Ataviada de negro casi toda su vida sólo se le escuchaba pelear con la hija menor de Josefa, y decirle que estaba loca porque la crió una cabra. Peor, mucho peor fue la desidia y maldad con que la hermana mayor la trató, obligando a su madre a buscarle un cuartucho en las cuadras porque decía que olía mal, aunque los motivos fueron bien distintos como después se supo. Su interés era quedarse sola en el cuarto con el fin de poder recibir algún agasajo de su novio, "el barrigueras", un tipo nada querido por la familia, aquejado de algún tipo de tuberculosis curada y que la rondaba bien entrada la noche o la madrugada. Allí pernoctó, sin el cuidado de su nieta, y los agasajos y carantoñas del resto, hasta que una mañana del año 55, el día de Navidad, no se levantó a causa de un mareo. Fue la tía Josefa, su hija, quien le dijo que no lo hiciera, que le traía el café de todos los días, con unas gotas de anís seco y un pastelillo recién horneado para las fiestas. A media mañana la mamá Dolores se despedía de su familia para siempre, dejando a su Josefa la preocupación de sentirse responsable de aquella muerte, al menos, por culpa de unas tontas gotas de alcohol junto a la manteca del pastelillo de cabello de ángel, que pudieron elevar la tensión, de una mujer fuerte, decidida, trabajadora y anciana, había cumplido 86 años y traído nueve hijos al mundo, casado dos veces y soñado muy poco, lo justo, porque sus sueños, si los tuvo, no los contó nunca y quedaron disueltos en aquella transformada cochinera a dormitorio y ateridos a las paredes con el frío húmedo de las mañanas. Su suerte de esposa no fue mucha, ni la mitad de la que le tocó vivir como suegra, madre, o abuela. Sus últimas palabras nadie pudo oirlas, por tanto, nadie las anotó en el libro de la memoria de la familia Espinosa-Muñoz. Dolores fue enterrada en un panteón familiar a la ladera del Miravete, perteneciente a su hija Bienvenida, una mujer oronda y simpática que no olvidaba enviar semanalmente a su madre comida o chucherías, las vendía, por las que terminaba peleando con la hija menor de la tía Josefa, úna niña que le gustaba el teatro, hacer bolillo, montar a horcajadas en bicicleta y discutir con su abuela por cualquier cosa, sobre todo por el orden y los dulces, aunque el bolillo, que tan bien manejaba Fina, no lo tiró a la rambla, a las paleras, su abuela sino su hermana mayor y única a quien llamaba gafitas y madrastrona.
El mes de julio llenaba el pueblo de emigrantes franceses, catalanes, incluso daneses: gente venida de vacaciones, rostros muy cambiados por la edad y por el bienestar adquirido en sus regiones de acogida. Después de nacer, odiar y echar de menos a la tierra que siempre se comportó como una madrastra con ellos, volvían cada verano con el pensamiento de poder quedarse, sensación y deseo que solo duraba un par de días. Las hermanas de la tía Josefa tuvieron que emigrar, no a Francia, algo más cerca, a Barcelona. Allí vivían, y Amparo no podía dejar de venir a ver a quien fue su hermano de leche. Siempre aprovechaba Julio para cargar un seat 127 de regalos de todo tipo y volver abrazar a su Josefa y a los sobrinos con quienes había crecido. Como mujer de humor único era capaz de hacer reír hasta al moribundo mientras encogía su corazón de no se sabe qué manera para no romperse en un momento tan doloroso para toda la familia. Hasta pudo sacarle una sonrisa, mientras la abrazaba como si fuera una muñeca a la que pudiera levantar en peso a quien consideraba su hermana y su madre a un tiempo. Se daba cuenta de que los años se le echaban encima, y cómo sus fuerzas estaban siempre a prueba: el destino había decidido que así fuera. Recordó la imagen de su mamá Josefa el día que tuvo que decir a su cuñada "La Pepelina" que se preparara para lo peor, que su hijo iba a morir de tétano (ella decía tuétano) después de clavarse una caña en la acequia bañándose con sus hermanos y con sus primos, así recordaba ella la muerte de su hijo Juan José por otros motivos, ese escozor en el corazón no lo eliminaba esa gracia que todos decían que tenía al poseer el mejor humor del mundo. Ese día, a ella, Amparo, y a su hermana, Josefa, se les echó el cansancio encima y no pudieron quitarlo de sí hasta tiempo después, como si aquella situación que estaba porvenir les cayera encima como un jarro de agua fría y les hiciera revivir los lamentos, sustos y suerte con sus hijos, los mismos que ahora sólo las "pamplineaban" para sacarle las cuatro perras que tenían en la caja de ahorros y que ellas no sabían negarles.
Machacar el arroz dio mucha memoria a la tía Josefa. A lo largo del verano y hora tras hora, como un rosario eterno, que no rezó casi nunca, venían recuerdos enfangados de dolor, de risas, de trabajo sin fatiga, horas de trabajo agotador y horas de responsabilidad: todas componían las 24 de su día. Incontables noches vio la Alborada, la Aurora, o cómo la llamaran, venir a su encuentro mientras zurcía pantalones y calcetines que sus hijos vestirían esa mañana y debían estar, cuanto menos decentes, viejos, recosidos, pero limpios y en orden. Que ella durmiera o no, nunca pareció importarle a nadie y lo peor de todo es que también debía dejarles el desayuno preparado a los demás antes de marcharse a su trabajo en la huerta, recogiendo lino, "alcaciles", uva o aquello que emergiera de la tierra en cada una de las temporadas que se sumaban añadiendo arrugas al rostro y canas a su pelo de actriz. Mientras vivió su madre, mamá Dolores, los trabajos de la casa y los animales, le fueron en cierta manera livianos. Dolores, aunque la edad la convirtió en una mujer algo desmemoriada, solía arreglar la casa, preparar el amasijo de las gallinas, moler la cebada tostada para el café de malta o preparar el puchero del mediodía o la noche. Ataviada de negro casi toda su vida sólo se le escuchaba pelear con la hija menor de Josefa, y decirle que estaba loca porque la crió una cabra. Peor, mucho peor fue la desidia y maldad con que la hermana mayor la trató, obligando a su madre a buscarle un cuartucho en las cuadras porque decía que olía mal, aunque los motivos fueron bien distintos como después se supo. Su interés era quedarse sola en el cuarto con el fin de poder recibir algún agasajo de su novio, "el barrigueras", un tipo nada querido por la familia, aquejado de algún tipo de tuberculosis curada y que la rondaba bien entrada la noche o la madrugada. Allí pernoctó, sin el cuidado de su nieta, y los agasajos y carantoñas del resto, hasta que una mañana del año 55, el día de Navidad, no se levantó a causa de un mareo. Fue la tía Josefa, su hija, quien le dijo que no lo hiciera, que le traía el café de todos los días, con unas gotas de anís seco y un pastelillo recién horneado para las fiestas. A media mañana la mamá Dolores se despedía de su familia para siempre, dejando a su Josefa la preocupación de sentirse responsable de aquella muerte, al menos, por culpa de unas tontas gotas de alcohol junto a la manteca del pastelillo de cabello de ángel, que pudieron elevar la tensión, de una mujer fuerte, decidida, trabajadora y anciana, había cumplido 86 años y traído nueve hijos al mundo, casado dos veces y soñado muy poco, lo justo, porque sus sueños, si los tuvo, no los contó nunca y quedaron disueltos en aquella transformada cochinera a dormitorio y ateridos a las paredes con el frío húmedo de las mañanas. Su suerte de esposa no fue mucha, ni la mitad de la que le tocó vivir como suegra, madre, o abuela. Sus últimas palabras nadie pudo oirlas, por tanto, nadie las anotó en el libro de la memoria de la familia Espinosa-Muñoz. Dolores fue enterrada en un panteón familiar a la ladera del Miravete, perteneciente a su hija Bienvenida, una mujer oronda y simpática que no olvidaba enviar semanalmente a su madre comida o chucherías, las vendía, por las que terminaba peleando con la hija menor de la tía Josefa, úna niña que le gustaba el teatro, hacer bolillo, montar a horcajadas en bicicleta y discutir con su abuela por cualquier cosa, sobre todo por el orden y los dulces, aunque el bolillo, que tan bien manejaba Fina, no lo tiró a la rambla, a las paleras, su abuela sino su hermana mayor y única a quien llamaba gafitas y madrastrona.
El tío Antonio era caso perdido. Un chato de vino de más podía llevar a la tía Josefa y a la familia en pleno a una noche de terror e incertidumbre, a la espera de la tontería que podría ocurrírsele con la borrachera: amenazar a todos con ahorcarse, "encanarse" a palos con alguno de sus hijos o con todos, darle llorona toda la noche o dormirla como un santo mientras los demás velaban con el miedo en el cuerpo de anteriores ocasiones. Eso sí, al día siguiente era el primero en coger su hazadón irse a la huerta, la suya, y dormir en la barraqueta a la espera de que alguien le trajera el almuerzo, o simplemente quemar adrenalina y alguna mala leche, cavando y arreglando los frutales que se convertían en el pan de sus hijos todos los años, porque para eso servían, para pagar la cuenta de la panadería y algún fiado en la tienda de Carrillo o Juan Macanás, para poco más daban las ciruelas de huevo de burro, "las peretas", las peras de san Juan o los albaricoques mayeros que poblaban un par de tahullas de huerta. Los higos verdales, toreros o sangre liebre no se vendían, como mucho servían para alguna confitura y para que la tía Josefa cocinara un arrope que vendía en las cercanías de la Navidad a los vecinos. Ella se encargaba, también, de la venta de los higos de pala, dos pesetas por una docena, sin pelar, (aunque el precio fue subiendo según veía lo que costaban en el mercado de Murcia) sólo barridos y lavados para quitarles las pinchas molestas, y llevados a domicilio. El vecindario entero compraba los higos chumbos de la tía Josefa que entre Julio y Agosto se hacía con un capital del que no debía rendir cuentas a nadie, igual que con la venta de cubos de agua para beber. Realmente hacia su Agosto y sacaba dinero por eso o poner inyecciones, dar "pasadas", sacar "punchas", o vender huevos, gallinas o conejos. El dinero servía luego para algún imprevisto o guardarlo hasta que alguno de sus hijos le pidiera algo, que a pesar de negarlo todos siempre, fue más habitual de lo que jamás reconocieron en público. También seguían el dicho ese de "que tu mano izquierda no sepa qué hace la derecha".