miércoles, 16 de octubre de 2013

LA RADIO PIRENAICA Y LAS PALIZAS DE LA GUARDIA CIVIL

-- ¡Muchacho baja la radio, por Dios!-- gritaba Gregoria a su marido mientras cerraba puertas y ventanas. --¡No te das cuenta de que te van a oír los vecinos, o pasar alguién..! ¡qué poco conocimiento tienes! Ya no te acuerdas de lo que han hecho contigo y con tu hijo... Baja esa radio ahora mismo, ¡que no la oiga ni yo siquiera!-- Ésa era la forma de suplicarle al Castaño que terminara con el desasosiego que le producía escuchar aquellas emisiones prohibidas por el régimen franquista y que le recordaban los días en los que su hijo llegaba pasmado, blanco, sin sangre, del cuartel de la guardia civil de Torreagüera. Enmudecido y sin sus habituales sonrisas. Pasaba días y días sumido en un mutismo disimulado pero renovado cada vez que veía alguna de las heridas de su padre curadas con árnica o con los ungüentos que le daba la tía Josefa. Las costillas rotas, los moratones en la espalda, las heridas en cejas y labios tardaban meses en curar; entre tanto Gregoria buscaba la mejor manera de no hacerle daño en los moratones, primero rojo cardenal, luego amarillos o azules, y finalmente en un pálido naranja que iba desapareciendo de la piel; sin embargo, la salud psíquica no revertía con tanta facilidad: en Castaño duraba meses, en el niño quedó maltrecha para siempre.




Castaño pasaba horas pegado a la radio intentando conocer las noticias no controladas por el régimen franquista y comentándolas con poco éxito entre sus hijos y familia. No se atrevía a hacerlo con ningún vecino que no fuera el tío Antonio, solo de cuando y cuando, y si se encontraban a buen recaudo porque la sordera de éste último le obligaba a levantar la voz más de lo normal; además, el tío Antonio tampoco era un hombre al que le interesara la política. Castaño se enzarzaba siempre en un montón de ideas que nadie comprendía, informaciones que él sí sabía pero que eran, por una parte, difíciles de explicar; tampoco su cultura le permitía entender todo lo que se decía en esas emisoras, y a lo sumo, repicaba algunos titulares que le llamaban especialmente la atención. En cualquier caso la Radio era su compañera habitual. Y gracias a ella su forma de ver el mundo fue cambiando algo. No le sirvió, desde luego, para mejorar su educación pero sí su cultura. Aún seguía repartiendo lastre a diestra y siniestra entre sus hijos en cuanto se deslizaran un milímetro de lo establecido como normas de conducta en la casa o simplemente llegara con vino de más. Gregoria, tampoco se quedaba atrás, pero era lo que siempre vieron entre todos los que le rodeaban y lo que vivieron en su propia niñez. Aún Gregoria, replicaba siempre que tenía la oportunidad, que a ella jamás tuvieron que darle una bofetada. Castaño era otra cosa, sobre todo si mediaban unos chatos  por medio. Entonces podían ocurrir dos cosas o que durmiera la mona o se enzarzara en una de esas peleas -que asustaban al vecindario- con su mujer y sus hijos, terminara echando a todos a la calle y, cobijados en la casa de la tía Josefa, como de costumbre, en jergones de paja improvisados en medio del salón, entre sollozos de todos y algún ataque de nervios de Gregoría, dormía su mona. La función mediadora de la tía Josefa era la única capaz de hacerle entrar en razón y volver a admitirlos , siempre con miedo en el cuerpo.




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