domingo, 5 de enero de 2014

SEGUNDO CUENTO: RESTREGONES, REPROCHES Y LA PENITENCIA

Entre restregones, la ropa que lavaba, recuperó el blanco azulado, extraviado en horas de trabajo ininterrumpido en el campo. Las mudas, ya resplandecientes, balanceaban el peso del agua tendidas en la cuerda; el sol se encargaría de aliviarlas de esa gravedad deformante que bombeaba el perfecto cuadrado de algunos calzoncillos. En algún descanso miró al horizonte para ver la serranía en la que había crecido. Allí, a unos kilómetros, permanecía la casa en ruinas que la vio nacer; y aunque imposible de ver en la distancia, su embeleso la embellecía y la reconstruía una y otra vez, en su mente: llena de geranios en el portal, rodeada de áloe, pinos, higueras, tomillo, romero y murta. En su mente, la casa no había perdido la presencia de su madre, siempre trabajando, dentro y fuera, como una máquina. En el entorno de la era cercana a los bancales de almendros, también hubo ropa blanca tendida, hombres y mujeres que pasaban ataviados con otra pobre, sudada, mil veces remendada, y perros recostados bajo alguna sombra sólo abandonada para llegarse a los portales de la casa y recibir algunas sobras de comida. Entre batidas y enjabonados a la ropa blanca su mente volaba a las cercanías de La Bastía, en donde llegó a bañarse desnuda a la intemperie, con la sensación de pecado en el alma y ojos tan abiertos, que las lechuzas hubieran envidiado su destreza, al vislumbrar con gran velocidad cualquier movimiento en los alrededores. Entre chapuzones, el recuerdo de unas manos la ayudaban a salir del agua envolviéndola en una toalla vieja, pero limpia, y secaban con mimo sus cabellos, largos y despeinados. Tocó, por primera vez en su vida, un pecho de mujer con un deseo y lascivia desconocidos. Allí rozó, con ternura infinita, los labios pintados de un rostro angelical que iba perdiendo su belleza, paliza a paliza, golpe a golpe, en los establos del ganado, con el silencio de las vacas como testigo y respuesta. Con los ojos perdidos en la distancia veía la ropa azulear en el contraste con el recién salido sol de la mañana, y sus labios iniciaban ese tembleque habitual, a esa hora en la que el dolor de sus entrañas empezaba a querer estropear el día y también una noche tranquila de ensueños; que le habían ayudado a soportar todos los desprecios en forma de reproches de su marido, aquellos que dejaba a cada minuto entre las cuatro paredes de la casa, o penal, en el que pagaba una condena autoimpuesta por amar a un ser de rostro angelical, con un cuerpo menudo como el suyo y el ser más tierno que jamás hubiera conocido. Cuando supo que los sueños ya sólo serían invenciones subconscientes que echaban de sí cualquier esperanza de reencuentro, comprendió que la cárcel donde vivía era, ahora también, su sepulcro, su encierro definitivo. Quedaba emparedada. Ni los buenos días de sus hijos serían suficientes para devolverla a una vida que jamás quiso y siempre aceptó como penitencia.

sábado, 4 de enero de 2014

PRIMER CUENTO: EL ADIOS, EL BESO Y LAS GARRAS DE OSO

No fueron docenas de rosas ni grandes coronas las que acompañaron el féretro de Rosario ni siquiera el justiprecio a sus acciones, tampoco sus amigos o su familia. Iba acompañada por el olvido. Lejos del camino que la condujo a la nada, alguien secaba sus lágrimas, ataviada con una combinación blanca, con el pelo mesado y el rostro abotargado ante el final de un dolor acumulado durante cincuenta años. Rozando sus muslos y ondeando su cabello, supo ahora que los recuerdos serían sólo eso. La esperanza, el ensueño y la añoranza se desvanecían definitivamente.
--"¿Cómo ha sido?" Fueron las únicas palabras que pudo pronunciar antes de caer desmayada al suelo esa mañana de setiembre en la que el cielo se anubló igual que sus ojos y su alma. Después, una corte de manos la rodearon como un haz de trigo dorado, y la condujeron a las cercanías del aljibe en el patio trasero para refrescarla y dejarla sola entre las sombras de una higuera. Apareció en su aflicción un dolor más poderoso que el que rondaba sus entrañas los últimos meses. Allí secó, una y otra vez, su rostro y sus babas sin disimulo. En el agua de la lebrilla, que reflejaba su cara desencajada, quiso ver la imagen del beso profundo y eterno guardado en la memoria y que la despidió de Rosario en El Ajerro.
--"Adiós. No podré olvidarte. Te quiero".--Acabó entonces una historia, apenas comenzada, y que incongruentemente, trastocó sus vidas. Bajo aquella sombra, con el olor dulce de los higos, visualizó el gesto de la despedida: un manotazo de Rosario. Aún guardaba en su hombro la señal de unas uñas parecidas entonces a garras de oso filtrándose en la piel y de cuyas señales no pudo ni quiso huir jamás. Alguna vez las abrió con la intención de que no desaparecieran nunca. En el camino, mientras atajaba la sangre con la mano, sentía el corazón fallar, vagueando en sus diástoles; su garganta se anudaba y la respiración se tiznaba de hollín, e igual que hoy, sus ojos voceaban dolor en forma de incesantes regueros.

QUINTO CUENTO: EL MAR DE FUEGO, LEONOR Y LA DISTORSIÓN DE LOS RECUERDOS

Lo cierto es, que llegó al pueblo de la mano de Enrique y Angustias, en una visita de cortesía a su tía Josefa. La soledad de esta mujer tan religiosa, unida al interés de sus padres por el lugar, la convirtieron en visitante habitual de la finca y, más tarde, cuando su tía necesitó ayuda y compañía, se instaló definitivamente en aquel paraje que permite ver en los días claros un mar lejano, tibio, tanto como la neblina que lo envuelve en una forma incierta. En aquella época, las torres que ahora marcan la línea de costa no existían y lo más destacable era el cabezo Gordo en el horizonte, después la Isla del Barón o la Perdiguera. En el amanecer, y en los otoños, la luz del sol incendiaba todo el Mar Menor convirtiéndolo en un mar de fuego, resplandeciente y onírico, un gran lago dorado que destella en la lejanía y que abruma el alma de quien lo mira. No es extraño que el futuro lo haya convertido en esa especie de cloaca medioambiental. Incluso por la noche, desde la puerta de la casa, se presenciaba el ir y venir de una luz parpadeante que titilaba a lo lejos en la línea de costa: el faro de Cabo de Palos. Desde allí, cuántos atardeceres no habrán disfrutado, cuántos amaneceres saludado, los vecinos del lugar; entre otros, una mujer entrañable que conocéis bien y que era capaz de andar cinco kilómetros, volver a su casa, olvidar la sal y recorrer otros diez, todo ello en el mínimo tiempo y siempre hablando sola por los caminos bajo su sombrilla negra a juego con el traje y el pañuelo: la señora Leonor, una de las vecinas que mejor conoció a Rosario y toda su trayectoria. Es una pena no poder compartir con ella su experiencia y escuchar la voz y las palabras antiguas, necesarias, para comprender algunos acontecimientos que sólo tienen explicación desde la cercanía. Leonor desmentiría esos comentarios que ha hecho la vecindad sobre las diferencias sexuales del matrimonio (Rosario-Cesáreo); sobre los gustos del uno o del otro, y ante todo, de las divergencias en la apetencia de sexo que les convirtieron en una pareja imposible. Aunque también es cierto que Leonor no entraría nunca en una conversación así con un desconocido.En los años de bonanza de la Cueva Negra, Rosario, llevó prácticamente el timón de la enorme finca, que antes de "hacer las partes” a la muerte de su tía, como se suele decir en esta tierra, tenía una extensión aproximada 50 hectáreas dedicadas a la agricultura, varios miles de almendros, higueras y oliveras, también un par de canteras y una mina de hierro; pero sobretodo, en aquella época, mucha mano de obra barata, que trabajaba por el sustento de sol a sol. A lo largo de los días hemos recorrido recuerdos de mucha gente en más de 60 años, y cuanto queda de las impresiones que tenemos acerca de alguien, se reduce a mínimos distorsionados por la memoria, los sentimientos y esa sutil capacidad que tiene el ser humano para mentir en sus evocaciones y lograr de esa forma dar la imagen adecuada a aquello que no se quiere contar. La imagen de Rosario ha evolucionado mucho según hemos ido conociendo sus avatares. Una mujer fuera de su época, sin duda alguna; enajenada por su mundo propio, ajena a los asuntos más primarios de la existencia, en donde sus intereses se centran en poder cumplir sus sueños, a costa de lo que fuere. Como pintora no vio cumplidas nunca sus expectativas a pesar de pasar la vida fotografiando a personas y objetos, trasladarlos a lienzos ahora perdidos, extraviados y probablemente nunca recuperables. Sus pinturas adornan el salón de alguna casa, y poco más, pero, ¿dónde están los retratos que adornaban su casa, los rostros y figuras de las personas que ella consideró siempre suyos? Tal vez hayan sido quemados, reutilizados o simplemente dejados en algún contenedor de basura. Rosario presumió siempre de ser buena fotógrafa, y a juzgar por los pocos ejemplos que tenemos conocía muy bien la técnica de revelado en blanco y negro; y las composiciones que hizo, casi siempre, estaban destinadas a plasmarlas después en una tela. No sabemos como son. El único ejemplo que poseemos es la fotografía distorsionada por la perspectiva de un bodegón de flores muy parecidas a las otras rosas reconocibles en la entrada de esa casa de la que siempre te hablo como una especie de santuario de Rosario. Un santuario, sí, porque ahí está contenido parte de su patrimonio, y lo más gracioso de todo es que ella nunca lo sabrá.