domingo, 2 de febrero de 2014

TRES AÑOS DE AMOR

No sobrepasaba el metro veinte y ya andaba preguntándole a su abuela cómo conoció a quien, desde la distancia de una sordera, se convirtió en su cantor de coplas particular. Con vergüenza, recibía esos cantes mineros, nunca los había escuchado antes y, si alguna vez tuvieron alguna melodía, algún melisma, ahora, con la sordera de más de cuarenta años de su abuelo, habían perdido tono y timbre, o lo que fuere que le diera encanto. La tía Josefa, entre brasas, ascuas y un atizador, ataviada con delantal y un almirez de cobre entre las manos, le contó, como si de un cuento se tratara, cómo había conocido al tío Antonio y cómo él, prácticamente, la raptó cogiéndola de la cintura y llevándola a casa de "los pepelines", sus parientes. Ella no había cumplido los catorce años, y él ni mucho menos los diecisiete, la mañana en la que con un cántaro de agua a la cintura y vestida con una "bata" de color azul y medias, que ella misma había tejido, a rayas rojas y azules, fue sorprendida por un desafiante mozo guapo, de labios carnosos y ojos oscuros que ya la había conquistado cantando coplas, tocando la guitarra y echándole piropos, de aquellos de principios de siglo que nunca quisieron reproducir. La tía Josefa dijo que se resistió, que con sus trece años se daba cuenta de que aquello no era posible y demasiadas faenas recaían en ella con sus seis hermanos como para irse tan pronto con el novio, pero parece que la atracción juvenil, las hormonas y el encanto de aquel zagalón moreno pudieron más que su sentido de la responsabilidad, así, la cosa quedó de la siguiente forma: él sin trabajo conocido, ella con una caterva de hermanos y ambos, enamorados, huyendo de las familias que creían que ni era el momento, ni tenían la edad suficiente para convertirse en un matrimonio. Dice la tía Josefa que el tío Antonio se encaró a todos, sus padres incluidos y dejó bien claro que aquella chiquilla sería su mujer, le fastidiase a quien le fastidiase, y como ya habían marcado el territorio que antaño salvaguardaba un matrimonio seguro, es decir, habían consumado el acto, nadie pudo ni quiso enfrentarse a aquel joven cargado de razones, hormonas y buenas intenciones para la que había elegido como esposa. En unas semanas las familias se pusieron al día en cómo se iban a hacer las cosas y, aunque no llegaron a casarse en ese momento, vivieron juntos y más que enamorados hasta que la mili los separó, a pesar del incipiente embarazo de Josefa. Nada se pudo hacer; en aquella época no existían tantos miramientos con la paternidad en las filas del ejército, y según cuentan, librarte de ella sólo era posible si eras hijo del cuerpo o tenías dinero suficiente para pagar los sobornos pertinentes, desde luego, no era el caso. Así que recién alistado el tío Antonio se vio metido de lleno en la guerra de Marruecos, en plena batalla de Alhucemas, y referiría, muchos años después, en las tardes de siesta, recostado en su mecedora, lo buen estratega que fue Franco, y en lo que se convirtió después; y el atracón de higos chumbos que se dio para ver si lo mandaban a su casa de baja por enfermedad. Siempre procuraba no contar detalles escabrosos, pero alguna vez se le escapaba lo que hacían los "moros", --el lo decía así-- con los cristianos: auténticas barbaridades, y para hablar de eso tenían que mediar un par de chatos de vino por lo menos. Lógicamente a su nieto no le iba a calentar la cabeza con aquellas historias pero sí le hablaba sobre los buenos amigos que hizo en aquella campaña de Marruecos y cuanto le costó reconocer a su hijo cuando vino casi tres años después. Eso sí, cuando hablaba de la tía Josefa siempre se le empañaban los ojos describiendo el momento del reencuentro: la tía Josefa de pie, con su eterna onda en la frente, con una tez morena pero de porcelana y unos ojos azules cristalinos, --en ese momento acristalados también por lágrimas-- con un bebé de más de 18 meses en los brazos: que más que teta pedía andar y salir a gatas a recibir a aquel famélico hombre que llegaba de la guerra y al que no había visto jamás. Tenía los ojos azules como su madre y un corte de cara que le decía: soy tu hijo, aquí estoy, has hecho un buen trabajo. El tío Antonio recordaba siempre, y según se hacía mayor con más ternura, el eterno abrazo que le dio a la tía Josefa, cómo se les saltaron a ambos las lágrimas cuando después de tres años volvieron a rozar sus cuerpos, ahora sí como hombre y mujer, hechos y derechos.
La tía Josefa, cuando se enfadaba con su marido, le gritaba tan fuerte que podían oírse los gritos, abajo, en la carretera, en las casas de los cinco hijos que rodeaban la suya, y por supuesto, en la de Gregoria y "El Castaño" los otros abuelos del niño que pasaba horas y horas pegado a la lumbre, oyendo historias que le resultaban increíbles, y preguntando sin cesar por todos los porqués posibles. A veces le molestaban los gritos y le pedía a su abuela que le hablara a la cara que él, el tío Antonio, leía perfectamente los labios.

1 comentario:

María dijo...

Hola amigo.

Si trasladas esa historia a La Calle Cartagena,al Cuartel de Artilleria, el nombre de la chica es María y en los años 70, me recuerda a otra muy cercana.
El mozo tambien se llama Antonio.

Es preciosa y tienes un estilo literario muy bueno.
Estoy pensano en contratarte para que seas mi corrector. :-)

Besos de poetisa.