– Y qué clase de vida
es la que le espera a un viejo cuyo hijo no quiere mirarle a la cara.
Tú sabes que hemos hecho mucho por nuestros dos hijos. Les hemos
dado todo aquello que no tuvimos y que jamás pensamos poseer porque
sabíamos que era para ellos, para su felicidad, para su futuro, sin
prever que ello significaba nuestra propia desidia, nuestra soledad
más absoluta. Vicenta, he trabajado por cuatro, he
roto mi espalda, mis articulaciones, mis brazos por construir un
mínimo futuro para mis hijos y mis hijos, ahora, no valoran nada,
absolutamente nada, como si fueran superiores a nosotros por darles
el fruto de nuestro esfuerzo, el fruto que jamás disfrutamos.
Vicenta ni un traje nuevo, ni unos zapatos nuevos, ni una camisa
estrenada. Vicenta esto no es lo que yo esperaba, y tú tampoco, no
me digas que los desprecios de tu nuera entraban en el lote de cariño
que dimos a nuestros hijos o el no aprecio de nuestro yerno,
sabiéndonos necesitados y viejos y desarmados de cariño y del
aprecio que les inculcamos. Vicenta ¿En qué nos
hemos equivocado? ¿Por qué actúan de esa manera? Nosotros hemos
cuidado a nuestros padres, a los tuyos y a los míos, sobre todo tú,
has lavado el culo de los viejos y los has tratado como verdaderas
personas, como miembros de una familia, ¿por qué yo tengo que
barajar la idea de marcharme al asilo? habiendo
pagado nuestra atención anticipadamente, habiendo acercado a sus
manos lujos que nosotros ni hemos disfrutado, ni soñamos siquiera en
poseer – .
Pedro podría pasar todo
el día calentando la cabeza de Vicenta, en suspensión mental desde
el minuto uno, con su ganchillo y el tapete que corría entre sus
dedos con velocidades poco usuales en una mujer de ochenta años,
dedos con malformaciones por la artrosis y una chepa prominente justo
en la terminación de sus cervicales, nacida de tantas y tantas horas
de mover su aguja con diestra certeza en hilos de todos los colores y
todas las calidades. Ahora los removía, prácticamente, sin fijar la
vista en los puntos, sólo el tacto le ayudaba a saber certeramente
si la aguja había hecho el trayecto correcto, según la muestra que
había palpado una sola vez entre sus manos. Pedro, desde su sillón
orejero, tapado con las faldas de la mesa camilla y caliente por el
brasero que consumía lentamente el picón hecho con el carbón que
le servían en la estación como medio para calentar su hogar y poder
cocinar en aquella cocina impoluta y limpia que Vicenta cuidaba más
con el corazón que con la vista. Los azulejos blancos contrastaban
con el negro óxido de los fogones de hierro fundido, bien limpios,
eso sí, y aceitados para no dejar ver el color a herrumbre que
habían adquirido después de años y años de uso indiscriminado:
calentando agua, haciendo bizcochos en el horno económico, friendo
guarrillas, tajás y el lomo adobado de los tres o cuatro cerdos que
mataban al año y que servían para guardar practicamente toda la
paga en metálico de Pedro. Vicenta sabía hacer de un duro cinco, como
casi todas las mujeres de ese pueblo: con la matanza, la venta de
huevos, de conejos, muchos pollos y alguna gallina, era capaz de
mantener la casa, sus hijos y los pagos sin tocar el jornal del tío
Pedro como mozo de estación. Algún – Pedro, ten paciencia –
o algún – Bueno... – a tiempo, eran suficientes para ir
calmando la mirada nerviosa y azul de un hombre que había sido guapo
hasta decir basta y que aún, con 83 años era capaz de enternecer a
Vicenta y motivar su deseo como sus primeros años de enamorados,
mucho más alla de cincuenta años antes, cuando prácticamente una
jovencita callada y feucha se perdía en el azul intenso de aquella
mirada que se había empeñado en fijarse en ella como si no hubiera
otra mujer en el mundo, como si realmente fuera importante y única.
– Mira Pedro, te pongas
como te pongas, pienses lo que pienses y te quejes cuanto te quejes
nada va a cambiar las cosas. Nosotros hemos hecho lo que hemos
sabido, hemos educado a nuestros hijos rectamente, hemos sabido
hacerles ver qué está bien y qué está mal. No puedes seguir
culpándote por su actuación, no puedes seguir martirizándote por
exigirles algo que no quieren hacer. Mientras nos tengamos el uno al
otro será suficiente. Quiero a mis hijos, ellos son el fruto de
nuestro cariño. Así que no le des más vueltas, la vida no es como
se presenta en un patrón o una muestra de ganchillo, la vida siempre
ha sido imprevisible y nosotros hemos sorteado con delicadeza esos
vaivenes que tanto te preocupan. Pedro, descansa, no des más vueltas
a lo inevitable, no te martirices por algo de lo que no eres
responsable. No lo hagas, porque me vas a terminar de sacar loca y yo
no quiero acabar como mi hermana y mis sobrinos. ¿Estás de
acuerdo? Dame un beso y deja de refunfuñar. Es hora de comer y tengo
para ti una sorpresa – .
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